El suicidio estaba en mí. No lo sabía.
Con treinta años, con "todo en la vida", como en un extraño movimiento en espiral hacia abajo, de repente "no podía con mi alma".
Me habían echado de la agencia de publicidad en la que era Directora de Cuentas, pero eso en principio no me importaba. Podía optar a otros trabajos estupendos, tenía salud física, hacía deporte...
Pero cuando la headhunter me dijo, "tienes que animarte", me di cuenta de que no me iba a presentar a ninguna candidatura más.
Un amigo me avisó: -"Maite, cada vez que te llamo estás llorando. Te voy a llevar a ver a un colega mío".
Me llevó a la consulta de un psiquiatra que al evaluarme con un simple "check-list", me dio su diagnóstico: -"Tienes depresión"
Me recetó un antidepresivo y un ansiolítico
No podía concentrarme ni para leer un mínimo artículo. A veces me vencía la niebla en mi cabeza y me decía: - “Vale, duermo quince minutos y luego hago...” y me quedaba dormida tres horas.
Y entonces me sentía culpable, inútil, un desecho excluido de la sociedad.
Las personas que me habían conocido alegre, escuchando música, leyendo tres libros a la vez, dando saltos, nadando, corriendo, trabajando 14 horas, no podían comprender que no pudiera, literalmente, moverme.
"Si lo tienes todo", "Pon voluntad"... eran empujoncitos hacia el abismo.
Por supuesto pensaba en morir como solución; una noche, conduciendo, pensé: -"Si doy un volantazo, acabo con todo". Me asusté.
Yo no quería morir, no di el volantazo para estrellarme, pero pude haberlo hecho porque sufría terriblemente y no sabía cómo pararlo.
En mi cabeza y en mi corazón, ya no existía la palabra "mañana". No sabía que existía la palabra "suicidio".
La medicación me convirtió en un vegetal y pensé que esa sensación de sedación no me ayudaba a curarme.
Volví al psiquiatra a pedirle dos cosas: la primera, que me redujera la dosis del antidepresivo. Por mi tamaño y mi peso me asemejaba más a un niño o un adolescente que a un adulto estándar de 80 kilos. Me lo concedió; de tres pastillas pasé a una al día. La segunda petición me cambió la vida.
Le pregunté qué podía hacer en lugar de tomar el ansiolítico que me dejaba KO. Me contestó que probara con yoga o algo así.
Entré en un centro de Chi Kung cerca de casa.
El primer día me enseñaron a respirar para calmarme, y me pareció el tesoro más valioso que haya podido encontrar.
Cada vez que notaba que aparecía el pánico, evocaba la maravillosa sensación que me producía surfear olas en mi playa favorita y a la vez inhalaba ampliamente por la nariz y exhalaba lentamente por la boca en un largo suspiro, hasta que los síntomas desaparecían.
Este primer contacto con la respiración y la mente fue evolucionando cuando incorporé elementos del deporte, del yoga, de psicología y neurociencia. Todo para mi propio “consumo”.
Hoy lo llamo "fabricar una pausa de serenidad". Todos podemos.